Documento 167 - La visita a Filadelfia

   
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El libro de Urantia

Documento 167

La visita a Filadelfia

167:0.1 (1833.1) DURANTE TODO este periodo de ministerio en Perea cabe recordar que solo diez de los doce apóstoles solían ir con Jesús a visitar las diversas localidades donde operaban los setenta, pues tenían la costumbre de dejar al menos a dos apóstoles en Pella para instruir a la multitud. Y así, mientras Jesús se preparaba para ir a Filadelfia, Simón Pedro y su hermano Andrés volvieron al campamento de Pella para enseñar a la muchedumbre congregada allí. Cuando el Maestro salía del campamento de Pella para hacer visitas por Perea no era raro que salieran detrás de él entre trescientos y quinientos de los acampados. Esta vez llegó a Filadelfia acompañado por más de seiscientos seguidores.

167:0.2 (1833.2) En la reciente gira de predicación por la Decápolis no había habido milagros, y hasta el momento tampoco había habido milagros en esta misión por Perea salvo la curación de los diez leprosos. Fue un periodo en el que se proclamó el evangelio con poder, sin milagros y la mayoría de las veces sin la presencia personal de Jesús, ni siquiera de sus apóstoles.

167:0.3 (1833.3) Jesús y los diez apóstoles llegaron a Filadelfia el miércoles 22 de febrero y dedicaron el jueves y el viernes a descansar de sus viajes y actividades recientes. Ese viernes por la noche Santiago habló en la sinagoga y se convocó un consejo general para la noche siguiente. Hubo gran alegría por el progreso del evangelio en Filadelfia y en los pueblos cercanos. Los mensajeros de David informaron sobre el creciente avance del reino por toda Palestina y trajeron también buenas noticias de Damasco y Alejandría.

1. El desayuno con los fariseos

167:1.1 (1833.4) Un fariseo de Filadelfia muy rico e influyente que había aceptado las enseñanzas de Abner invitó a Jesús a desayunar el sabbat en su casa. Al enterarse de que Jesús estaría en Filadelfia por esas fechas, habían acudido muchos visitantes desde Jerusalén y otros lugares, entre ellos muchos fariseos. Alrededor de cuarenta de estos dirigentes y algunos juristas fueron invitados al desayuno organizado en honor del Maestro.

167:1.2 (1833.5) Mientras Jesús se paraba a hablar con Abner cerca de la puerta y una vez que se hubo sentado el anfitrión, entró en la sala un fariseo muy principal de Jerusalén, miembro del Sanedrín, y se dirigió directamente al asiento de honor a la izquierda del anfitrión como era su costumbre. Pero ese lugar había sido reservado para el Maestro y el de la derecha para Abner, de modo que el anfitrión indicó por señas al fariseo de Jerusalén que se sentara en el cuarto asiento de la izquierda. El dignatario tomó como gran ofensa el no estar en el asiento de honor.

167:1.3 (1834.1) Pronto estuvieron todos sentados y en animada conversación, puesto que la mayoría de los presentes eran discípulos de Jesús o simpatizantes del evangelio. Solo sus enemigos tomaron buena nota de que el Maestro no cumplió el ritual de lavarse las manos antes de sentarse a comer. Abner se lavó las manos al principio de la comida, pero no entre platos.

167:1.4 (1834.2) Cerca del final de la comida llegó de la calle un hombre que tenía una enfermedad crónica desde hacía mucho tiempo con graves síntomas de hidropesía. Este hombre era creyente y acababa de ser bautizado por los compañeros de Abner. No pidió a Jesús que lo curara, pero el Maestro sabía muy bien que el enfermo se había presentado en el desayuno para esquivar a las multitudes que se agolpaban a su alrededor y tener más posibilidades de atraer su atención. El hombre sabía que se hacían pocos milagros en ese momento, pero pensaba en su fuero interno que su penoso estado podría atraer la compasión del Maestro. Y no se equivocaba, porque en cuanto entró en la sala tanto Jesús como el presuntuoso fariseo de Jerusalén advirtieron su presencia. Al fariseo le faltó tiempo para expresar su indignación porque se permitiera entrar a un individuo así, en cambio Jesús miró al enfermo y le sonrió con tanta benevolencia que el hombre se acercó a él y se sentó en el suelo. Al terminar la comida el Maestro paseó los ojos por los demás invitados, lanzó una mirada significativa al hidrópico y dijo: «Amigos, maestros de Israel y doctos juristas, me gustaría haceros una pregunta: ¿Es lícito o no curar a los enfermos y afligidos en día de sabbat?». Pero los presentes conocían muy bien a Jesús; guardaron silencio y no respondieron a su pregunta.

167:1.5 (1834.3) Entonces Jesús fue a donde estaba sentado el enfermo, lo tomó de la mano y dijo: «Levántate y sigue tu camino. No has pedido ser curado, pero conozco el deseo de tu corazón y la fe de tu alma». Antes de que el hombre saliera de la habitación, Jesús volvió a su asiento y dijo a los comensales: «Mi Padre hace estas obras, no para incitaros a entrar en el reino, sino para revelarse a los que están ya en el reino. Podréis comprender que es propio del Padre hacer estas cosas, porque ¿quién de vosotros, si uno de sus animales predilectos se cae al pozo en día de sabbat, no va inmediatamente a sacarlo?». Como nadie le contestaba, y dado que su anfitrión aprobaba de forma evidente lo que estaba pasando, Jesús se puso en pie y habló así a todos los presentes: «Hermanos, cuando seáis invitados a un banquete de bodas no os sentéis en el asiento principal, no sea que haya un invitado más ilustre que vosotros y el anfitrión tenga que venir a pediros que cedáis el sitio a ese huésped de honor, y entonces, avergonzados, tengáis que ir a sentaros en un puesto inferior de la mesa. Cuando estéis invitados a una fiesta sería más prudente que al llegar a la mesa fuerais a sentaros en el último lugar, de modo que cuando el anfitrión mire a los invitados, pueda deciros: ‘Amigo, ¿por qué te sientas en el asiento del último? Ven más arriba’; y así ese hombre será glorificado en presencia de los demás invitados. No olvidéis que el que se exalta será humillado y el que se humilla con sinceridad será exaltado. Por eso cuando invitéis a comer o deis una cena, no llaméis siempre a vuestros amigos, a vuestros hermanos, a vuestros parientes o a vuestros vecinos ricos para que ellos puedan invitaros a cambio a sus fiestas y seáis así recompensados. Cuando deis un banquete invitad alguna vez a los pobres, a los mutilados y a los ciegos, y así seréis bienaventurados de corazón porque sabéis muy bien que los cojos y los lisiados no pueden devolveros vuestra atención amorosa».

2. La parábola de la gran cena

167:2.1 (1835.1) Cuando Jesús hubo terminado de hablar en la mesa del desayuno del fariseo, uno de los juristas presentes intentó romper el silencio diciendo de forma maquinal: «Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios» (un dicho muy corriente en aquel tiempo). Entonces Jesús contó esta parábola, que dio mucho que pensar incluso a su cordial anfitrión:

167:2.2 (1835.2) «Cierto gobernante dio una gran cena e invitó a muchos. Cuando llegó la hora de la cena envió a sus sirvientes a decir a los que habían sido invitados: ‘Venid, que ya está todo preparado’. Pero empezaron a excusarse todos a una. El primero dijo: ‘Acabo de comprar un terreno y tengo que ir a verlo; te ruego que me excuses’. Otro dijo: ‘He comprado cinco yuntas de bueyes y tengo que ir a recibirlas; te ruego que me excuses’. Y otro dijo: ‘Acabo de casarme, por eso no puedo ir’. De modo que los criados volvieron e informaron de esto a su señor. Cuando el dueño de la casa lo oyó se enfadó mucho y dijo a sus sirvientes: ‘He organizado este banquete de bodas; ya se han matado los animales cebados y todo está preparado para mis convidados, pero han desdeñado mi invitación; cada cual ha ido a atender a sus tierras y a sus asuntos, e incluso han faltado al respeto a mis sirvientes que les pedían que vinieran a mi fiesta. Id pues rápidamente por las calles y callejas de la ciudad, por las carreteras y los caminos, y traed a los pobres y a los marginados, a los ciegos y a los cojos, para que haya invitados en el festín de la boda’. Los criados hicieron como les había ordenado su señor, pero aún quedaba sitio para más invitados; entonces el señor dijo a sus sirvientes: ‘Salid por los caminos y por los campos, y obligad a venir a cuantos encontréis para que se llene mi casa. Yo os digo que ninguno de los que fueron invitados primero probará mi cena’. Los sirvientes hicieron lo que les había ordenado su señor, y la casa se llenó.»

167:2.3 (1835.3) Todos se marcharon después de oír estas palabras y cada uno volvió a su casa. Por lo menos uno de los despectivos fariseos presentes esa mañana comprendió el significado de esta parábola, pues fue bautizado ese mismo día y confesó públicamente su fe en el evangelio del reino. Abner predicó sobre esta parábola aquella noche en el consejo general de los creyentes.

167:2.4 (1835.4) Al día siguiente todos los apóstoles se dedicaron al ejercicio filosófico de interpretar el significado de esta parábola de la gran cena. Aunque Jesús escuchó con interés sus distintas interpretaciones, se negó en redondo a ayudarles a comprender la parábola. Se limitó a decir: «Que cada uno encuentre el significado por sí mismo y en su propia alma».

3. La mujer de ánimo abatido

167:3.1 (1835.5) Abner lo había organizado todo para que el Maestro enseñara en la sinagoga ese sabbat. Era la primera vez que Jesús aparecía en una sinagoga desde que todas se cerraran a sus enseñanzas por orden del Sanedrín. Terminado el oficio, Jesús se fijó en una anciana muy encorvada de aspecto abatido. Esta mujer llevaba mucho tiempo dominada por el miedo, y había perdido toda la alegría de vivir. Cuando Jesús bajó del púlpito se acercó a ella, tocó su hombro encorvado y le dijo: «Mujer, solo con que creyeras te liberarías por completo de tu abatimiento». Y esta mujer, que llevaba encorvada más de dieciocho años, atenazada por las depresiones del miedo, creyó en las palabras del Maestro y se enderezó inmediatamente por obra de la fe. Al verse erguida la mujer alzó la voz glorificando a Dios.

167:3.2 (1836.1) Aunque el problema de esa mujer era puramente mental y su encorvamiento era producto de su mente deprimida, la gente creyó que Jesús había curado un desorden físico real. La asamblea de fieles de la sinagoga de Filadelfia simpatizaba con las enseñanzas de Jesús, pero no así el rector principal de la sinagoga. Este fariseo poco favorable al Maestro compartía la opinión general de que Jesús había curado un desorden físico y le indignó que se hubiera atrevido a hacer una cosa así en sabbat, de modo que se puso de pie ante la asamblea de fieles y dijo: «¿No hay seis días en los que se debe trabajar? Venid pues a ser curados esos días de trabajo, pero no el día del sabbat».

167:3.3 (1836.2) Entonces Jesús volvió a la tribuna de oradores y replicó así a la censura del rector: «¿Por qué jugar a ser hipócritas? ¿No sacáis todos vosotros a vuestro buey del establo el sabbat para llevarlo al abrevadero? Si es permisible hacer eso en día de sabbat, ¿no debería esta mujer, hija de Abraham, que ha estado atada por el mal durante estos dieciocho años ser liberada de esa esclavitud y llevada a compartir las aguas de la libertad y de la vida, incluso este día de sabbat?». Y mientras la mujer seguía glorificando a Dios, la asamblea de fieles se regocijó con ella de su curación y el detractor de Jesús quedó avergonzado.

167:3.4 (1836.3) Como consecuencia de haber criticado públicamente a Jesús ese sabbat, el rector de la sinagoga fue depuesto y sustituido por un seguidor de Jesús.

167:3.5 (1836.4) Jesús liberaba a menudo de su abatimiento y su depresión mental a las víctimas del miedo, pero la gente creía que todas esas aflicciones eran o bien desórdenes físicos o bien posesiones de espíritus malignos.

167:3.6 (1836.5) Jesús volvió a enseñar en la sinagoga el domingo, y ese mediodía muchos fueron bautizados por Abner en el río que corría al sur de la ciudad. Jesús y los diez apóstoles habrían salido al día siguiente hacia el campamento de Pella de no haber sido por la llegada de uno de los mensajeros de David con un mensaje urgente para Jesús de sus amigos de Betania, la cercana a Jerusalén.

4. El mensaje de Betania

167:4.1 (1836.6) El domingo 26 de febrero por la noche llegó a Filadelfia un corredor procedente de Betania con un mensaje de Marta y María que decía: «Señor, aquel a quien amas está muy enfermo». Jesús recibió el mensaje al final de la reunión vespertina, justo cuando se despedía de los apóstoles para pasar la noche. Al principio Jesús no dijo nada. Hubo uno de esos extraños intervalos en los que parecía estar en comunicación con algo fuera de él y más allá. Luego levantó los ojos y dijo al mensajero de forma que pudieran oírle los apóstoles: «Esta enfermedad no es para la muerte, será sin duda para glorificar a Dios y exaltar al Hijo».

167:4.2 (1837.1) Jesús quería mucho a Marta, María y su hermano Lázaro; los amaba con profundo afecto. Su primer pensamiento humano fue acudir inmediatamente en su ayuda, pero surgió otra idea en su mente combinada. Había perdido casi por completo la esperanza de que los dirigentes judíos de Jerusalén aceptaran alguna vez el reino, pero él seguía amando a su pueblo, y en ese momento se le ocurrió un plan que daría a los escribas y fariseos de Jerusalén una nueva oportunidad de aceptar sus enseñanzas. Decidió, si era conforme con la voluntad del Padre, hacer de este último llamamiento a Jerusalén la manifestación más portentosa y significativa de toda su carrera terrenal. Los judíos se aferraban a la idea de un liberador hacedor de milagros, y aunque el Maestro se negaba a plegarse a sus expectativas a base de prodigios materiales y exhibiciones temporales de poder político, pidió ahora el consentimiento del Padre para manifestar su poder aún no demostrado sobre la vida y la muerte.

167:4.3 (1837.2) Los judíos tenían la costumbre de enterrar a sus muertos el mismo día del fallecimiento. Era una práctica necesaria en un clima tan cálido, y no era raro que pusieran en la tumba a alguien que simplemente estaba en coma, de forma que al segundo, o incluso al tercer día, esa persona salía de la tumba. Según la creencia judía el espíritu o el alma podía permanecer cerca del cuerpo durante dos o tres días, pero nunca se quedaba después del tercer día. Consideraban que para el cuarto día el proceso de putrefacción ya estaba muy avanzado y que nadie regresaba nunca de la tumba después de ese tiempo. Por estas razones, Jesús se quedó dos días más en Filadelfia antes de prepararse para salir hacia Betania.

167:4.4 (1837.3) El miércoles por la mañana temprano dijo a sus apóstoles: «Vamos a prepararnos rápidamente para volver otra vez a Judea». En cuanto le oyeron decir esto, los apóstoles se apartaron para intercambiar opiniones. Santiago dirigió la reunión, y coincidieron en que sería una locura permitir que Jesús volviera a Judea, así que fueron todos a una a comunicárselo a su Maestro. Santiago le dijo: «Maestro, cuando estuviste en Jerusalén hace unas semanas los dirigentes querían matarte y el pueblo quería apedrearte. Ya les diste a esos hombres su oportunidad de recibir la verdad en aquel momento, así que no te dejaremos volver a Judea».

167:4.5 (1837.4) Jesús les respondió: «¿No entendéis que hay doce horas en el día en las que se puede hacer el trabajo de forma segura? Si un hombre camina de día no tropieza puesto que tiene luz. Si camina de noche puede que tropiece porque no tiene luz. Mientras dure mi día no temo entrar en Judea. Quisiera hacer otra obra poderosa por esos judíos. Quisiera darles una oportunidad más de creer, y hacerlo como ellos prefieren: con gloria externa y como manifestación visible del poder del Padre y del amor del Hijo. Además, ¡¿no os dais cuenta de que nuestro amigo Lázaro se ha dormido y quiero ir a despertarlo de su sueño?!».

167:4.6 (1837.5) Uno de los apóstoles comentó: «Pero Maestro, si Lázaro se ha dormido, seguro que se recuperará». Los judíos de aquel tiempo solían referirse a la muerte como una forma de sueño, pero al ver que los apóstoles no habían entendido que Lázaro había dejado este mundo, Jesús les dijo claramente: «Lázaro ha muerto. Y me alegro por vosotros de no haber estado allí, incluso aunque los demás no se salven por ello, porque así tendréis otro motivo más para creer en mí. Lo que vais a ver os fortalecerá a todos y os preparará para el día en que me despida de vosotros y vaya al Padre».

167:4.7 (1838.1) Era imposible convencer a Jesús de que no fuera a Judea, y como algunos apóstoles se resistían a ir con él, Tomás habló así a sus compañeros: «Ya le hemos explicado nuestros temores al Maestro, pero él está decidido a ir a Betania. Estoy convencido de que será el final porque seguramente lo matarán, pero si así lo ha elegido el Maestro, vayamos con él como valientes y muramos con él». Siempre fue así: cuando hacía falta mostrar valor deliberado y sostenido, Tomás era el puntal de los doce apóstoles.

5. En el camino a Betania

167:5.1 (1838.2) Un grupo de casi cincuenta amigos y enemigos siguió a Jesús hacia Judea. El miércoles en la comida del mediodía el Maestro habló a sus apóstoles y al grupo de seguidores sobre «Las condiciones de la salvación». Al final de esta lección contó la parábola del fariseo y el publicano (un recaudador de impuestos) diciendo así: «Ya veis, pues, que el Padre da la salvación a los hijos de los hombres y esta salvación es un regalo gratuito para todos los que tienen la fe necesaria para recibir la filiación en la familia divina. No hay nada que el hombre pueda hacer para ganar esta salvación. Las obras de autocomplacencia no pueden comprar el favor de Dios, y mucho rezar en público no puede compensar la falta de fe viva en el corazón. Podéis engañar a los hombres con vuestro comportamiento externo, pero Dios ve dentro de vuestra alma. Esto que os digo queda bien ilustrado con el ejemplo de los dos hombres que fueron al templo a orar, uno fariseo y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, rezaba para sí de esta manera: ‘Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, ignorantes, injustos, adúlteros o incluso como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y doy el diezmo de todo lo que gano’. En cambio el publicano se quedó más atrás y ni siquiera alzaba los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: ‘Dios, ten piedad de mí, pecador’. Yo os digo que el publicano volvió a su casa con la aprobación de Dios, pero no el fariseo, pues el que se exalta será humillado y el que se humilla será exaltado».

167:5.2 (1838.3) Aquella noche en Jericó los fariseos hostiles quisieron tender una trampa al Maestro y enredarlo en discusiones sobre el matrimonio y el divorcio como hicieron en el pasado otros fariseos en Galilea, pero Jesús esquivó hábilmente sus intentos de hacerle entrar en conflicto con sus leyes sobre el divorcio. Del mismo modo que el publicano y el fariseo ilustraban la buena y la mala religión, sus prácticas en materia de divorcio servían para contrastar las mejores leyes matrimoniales del código judío con la vergonzosa laxitud de las interpretaciones que hacían los fariseos de las reglas mosaicas sobre el divorcio. El fariseo se juzgaba a sí mismo por el rasero más bajo; el publicano se medía por el ideal más alto. Para el fariseo la devoción era un medio de estancarse en una inactividad autocomplaciente y en la confianza de una falsa seguridad espiritual. Para el publicano la devoción era un medio de estimular su alma para llegar a comprender la necesidad de arrepentirse, de confesarse y de aceptar por la fe un perdón misericordioso. El fariseo buscaba justicia, el publicano buscaba misericordia. La ley del universo es: pedid y recibiréis; buscad y hallaréis.

167:5.3 (1838.4) Aunque Jesús se negó a dejarse atrapar en una controversia sobre el divorcio con los fariseos, sí proclamó una enseñanza positiva de los ideales más altos del matrimonio. Exaltó el matrimonio como la más alta y más ideal de todas las relaciones humanas y dio a entender al mismo tiempo su rechazo categórico a las prácticas de divorcio laxas e injustas de los judíos de Jerusalén que permitían en aquel tiempo a un hombre divorciarse de su esposa por razones insignificantes, como guisar mal o cuidar mal de la casa, o simplemente por haberse encaprichado de otra mujer más atractiva.

167:5.4 (1839.1) Los fariseos habían llegado incluso a enseñar que esta modalidad de divorcio fácil era una dispensa especial concedida al pueblo judío y a los fariseos en particular. Por eso, aunque Jesús se negó a hacer declaraciones relacionadas con el matrimonio y el divorcio, no vaciló a la hora de denunciar muy duramente estas burlas vergonzosas de la relación matrimonial y destacar su injusticia hacia las mujeres y los niños. No sancionó nunca ninguna práctica de divorcio que diera ventaja al hombre sobre la mujer; el Maestro solo admitía las enseñanzas que daban a las mujeres igualdad con los hombres.

167:5.5 (1839.2) Jesús no introdujo nuevos preceptos para regir el matrimonio y el divorcio, pero sí exhortó a los judíos a vivir conforme a sus propias leyes y enseñanzas superiores. Apelaba continuamente a las Escrituras en su esfuerzo por hacerles mejorar sus prácticas según los criterios sociales contenidos en ellas. Mientras ratificaba así los conceptos superiores e ideales del matrimonio, Jesús evitó hábilmente contradecir a sus interrogadores sobre las prácticas sociales representadas tanto por sus leyes escritas como por sus preciados privilegios de divorcio.

167:5.6 (1839.3) A los apóstoles les costaba comprender la resistencia del Maestro a hacer declaraciones categóricas sobre cuestiones científicas, sociales, económicas o políticas. No acababan de darse cuenta de que su misión en la tierra estaba dedicada exclusivamente a la revelación de verdades espirituales y religiosas.

167:5.7 (1839.4) Aquella misma noche, después de que Jesús hubiera hablado sobre el matrimonio y el divorcio, sus apóstoles le hicieron muchas más preguntas en privado, y las respuestas del Maestro liberaron sus mentes de muchas ideas equivocadas. Al terminar la conversación Jesús dijo: «El matrimonio es honorable y todos los hombres deberían desearlo. El hecho de que el Hijo del Hombre lleve a cabo él solo su misión en la tierra no hace menos deseable el matrimonio. Es voluntad del Padre que yo actúe así, pero este mismo Padre ha ordenado la creación del macho y la hembra, y es voluntad divina que los hombres y las mujeres encuentren su servicio más alto con su correspondiente alegría en crear hogares para recibir y formar a los hijos, convirtiéndose así en copartícipes de los Hacedores del cielo y de la tierra. Por esta razón dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su esposa, y los dos se harán como uno solo».

167:5.8 (1839.5) Jesús liberó así a los apóstoles de muchas preocupaciones sobre el matrimonio y aclaró muchos malentendidos sobre el divorcio. Al mismo tiempo hizo mucho por exaltar sus ideales de unión social y aumentar su respeto por las mujeres, los niños y el hogar.

6. La bendición de los niños

167:6.1 (1839.6) El mensaje que dio Jesús esa tarde sobre el matrimonio y sobre la bendición que suponen los niños se difundió por todo Jericó, de manera que a la mañana siguiente, mucho antes de que Jesús y los apóstoles se prepararan para marcharse, incluso antes de la hora del desayuno, decenas de madres llegaron con sus hijos en brazos o de la mano al lugar donde se alojaba Jesús para que bendijera a los pequeños. Cuando los apóstoles salieron y vieron a esta aglomeración de madres con sus hijos intentaron echarlas, pero ellas se negaron a irse sin que el Maestro impusiera las manos sobre sus hijos y los bendijera. Los apóstoles increparon ruidosamente a las madres, y entonces salió Jesús al oír el alboroto y reprendió indignado a sus apóstoles diciendo: «Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el reino de los cielos. En verdad, en verdad os digo que el que no reciba el reino de Dios como un niño no entrará en él para poder crecer hasta la estatura plena de la madurez espiritual».

167:6.2 (1840.1) Dicho esto, el Maestro recibió a todos los niños y les impuso las manos mientras decía palabras de ánimo y esperanza a sus madres.

167:6.3 (1840.2) Jesús hablaba a menudo a sus apóstoles de las mansiones celestiales y les enseñaba que los hijos de Dios al avanzar deben crecer espiritualmente en ellas igual que los niños crecen físicamente en este mundo. Muchas veces lo sagrado se presenta como lo más sencillo, y así aquel día ni los niños ni sus madres se dieron cuenta de que las inteligencias espectadoras de Nebadon estaban contemplando cómo jugaban los niños de Jericó con el Creador de un universo.

167:6.4 (1840.3) La condición de la mujer en Palestina mejoró mucho gracias a las enseñanzas de Jesús, y así habría sido en todo el mundo si sus seguidores no se hubieran apartado tanto de lo que él se esforzó en enseñarles.

167:6.5 (1840.4) También en Jericó, cuando estaban hablando de formar religiosamente a los niños desde pequeños en los hábitos de la adoración divina, Jesús explicó a sus apóstoles el gran valor de la belleza como influencia que despierta el deseo de adorar, sobre todo en los niños. Con su ejemplo y sus preceptos el Maestro enseñó el valor de la adoración al Creador en el entorno natural de la creación. Prefería comulgar con el Padre celestial entre árboles y entre las criaturas humildes del mundo natural. Se regocijaba contemplando al Padre en el espectáculo inspirador de los dominios cuajados de estrellas de los Hijos Creadores.

167:6.6 (1840.5) Cuando no es posible adorar a Dios en los tabernáculos de la naturaleza, los hombres deberían hacer todo lo posible por construir hermosos edificios, santuarios sencillos y atractivos llenos de belleza artística capaces de despertar las más altas emociones humanas asociadas a la faceta intelectual de la comunión espiritual con Dios. La verdad, la belleza y la santidad son ayudas poderosas y eficaces para la verdadera adoración. Pero ni la mera ornamentación masiva ni los excesos decorativos de un arte humano elaborado y ostentoso promueven la comunión espiritual. La belleza es tanto más religiosa cuanto más sencilla y semejante a la naturaleza. ¡Es una pena que los niños pequeños tengan su primer contacto con los conceptos de la adoración pública en salas frías y estériles, tan desprovistas del atractivo de la belleza y tan vacías de toda sugerencia de alegría y de santidad inspiradora! La iniciación del niño a la adoración debería tener lugar en la naturaleza, al aire libre, y después podrá acompañar a sus padres a las asambleas religiosas en edificios públicos que deberían tener al menos tanto atractivo material y tanta belleza artística como la casa donde vive.

7. La conversación sobre las ángeles

167:7.1 (1840.6) Durante la subida de Jericó a Betania Natanael caminó casi todo el tiempo junto a Jesús. Hablaron mucho sobre los niños y su relación con el reino de los cielos, y de ahí la conversación derivó hacia el ministerio de las ángeles. Entonces Natanael preguntó al Maestro: «Dado que el sumo sacerdote es saduceo, y dado que los saduceos no creen en las ángeles, ¿qué hemos de enseñar a la gente sobre las ministras celestiales?». Jesús respondió entre otras cosas:

167:7.2 (1841.1) «Las huestes angélicas son un orden diferenciado de seres creados. Son totalmente diferentes del orden material de las criaturas mortales y actúan como un grupo separado de inteligencias del universo. Las ángeles no pertenecen al colectivo de las criaturas llamadas ‘Hijos de Dios’ en las Escrituras. Tampoco son los espíritus glorificados de los mortales que han seguido progresando en las mansiones de lo alto. Las ángeles son una creación directa y no se reproducen. El parentesco de las huestes angélicas con la raza humana es exclusivamente espiritual. En su viaje progresivo hacia el Padre que está en el Paraíso, el hombre pasa en un momento dado por un estado análogo al estado de las ángeles, pero el hombre mortal nunca se convierte en ángel.

167:7.3 (1841.2) «Las ángeles nunca mueren como mueren los hombres. Las ángeles son inmortales a menos que se impliquen en el pecado como hicieron algunas de ellas engañadas por Lucifer. Las ángeles son las servidoras espirituales del cielo y no son ni omnipotentes ni omniscientes. Pero todas las ángeles leales son verdaderamente puras y santas.

167:7.4 (1841.3) «¿No recuerdas que os dije una vez que si vuestros ojos espirituales estuvieran ungidos veríais los cielos abiertos y podríais contemplar cómo ascienden y descienden las ángeles de Dios? Un mundo se puede mantener en contacto con otros mundos gracias al ministerio de las ángeles, pues ¿no os he dicho muchas veces que tengo otras ovejas que no son de este redil? Pero estas ángeles no son las espías del mundo espiritual que os vigilan y van luego a contarle al Padre los pensamientos de vuestro corazón y a informarle sobre los hechos de la carne. El Padre no necesita ese tipo de servicio, puesto que su propio espíritu vive dentro de vosotros. Lo que hacen estos espíritus angélicos es mantener a una parte de la creación celestial informada sobre las actividades que ocurren en otras partes lejanas del universo. Muchas ángeles están asignadas al servicio de las razas humanas mientras trabajan en el gobierno del Padre y en los universos de los Hijos. Cuando os dije que muchas de estas serafines eran espíritus ministrantes no hablaba en lenguaje figurado ni en tonos poéticos. Y todo esto es verdad por mucho que os cueste comprender estas cosas.

167:7.5 (1841.4) «Muchas de estas ángeles están dedicadas a la tarea de salvar hombres. ¿No os he hablado de la alegría seráfica que se produce cuando un alma elige abandonar el pecado y empezar a buscar a Dios? Os he hablado también de la alegría que se produce en presencia de las ángeles del cielo cuando un pecador se arrepiente; esto da a entender que existen otros órdenes más altos de seres celestiales que también se ocupan del bienestar espiritual y el progreso divino del hombre mortal.

167:7.6 (1841.5) «Estas ángeles están también muy involucradas en el proceso mediante el cual el espíritu del hombre es liberado de los tabernáculos de la carne y su alma es escoltada a las mansiones del cielo. Las ángeles son las guías celestiales seguras del alma del hombre durante el periodo de tiempo indefinido e inexplorado que media entre la muerte de la carne y la nueva vida en las moradas espirituales.»

167:7.7 (1841.6) Jesús habría seguido hablando con Natanael sobre el ministerio de las ángeles, pero fue interrumpido por la llegada de Marta. Unos amigos que habían visto subir a Jesús por las cuestas del este habían informado a Marta de que Jesús se acercaba a Betania, y ella había salido corriendo al encuentro del Maestro.

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