Documento 171 - En el camino a Jerusalén

   
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El libro de Urantia

Documento 171

En el camino a Jerusalén

171:0.1 (1867.1) EL día después del memorable sermón sobre «el reino de los cielos», Jesús anunció que saldría hacia Jerusalén con los apóstoles al día siguiente para pasar allí la Pascua y que visitarían muchas ciudades del sur de Perea por el camino.

171:0.2 (1867.2) El discurso sobre el reino y el anuncio de que asistiría a la Pascua hicieron pensar a todos sus seguidores que iba a Jerusalén para inaugurar el reino temporal de la supremacía judía. Por mucho que Jesús insistiera sobre el carácter no material del reino, nunca pudo quitar de la cabeza a sus oyentes judíos que el Mesías había de establecer algún tipo de gobierno nacionalista con sede en Jerusalén.

171:0.3 (1867.3) Lo que Jesús dijo en su sermón del sabbat solo contribuyó a confundir a la mayoría de sus seguidores; el discurso del Maestro fue esclarecedor para muy pocos. Los más avanzados comprendieron algo de sus enseñanzas sobre el reino interior —«el reino de los cielos dentro de vosotros»— pero sabían también que había hablado sobre otro reino futuro y creían que ese era el reino que iba a establecer ahora en Jerusalén. Cuando esta expectativa se vio defraudada, cuando Jesús fue rechazado por los judíos y cuando más adelante Jerusalén quedó literalmente destruida, siguieron aferrados a esta esperanza, sinceramente convencidos de que el Maestro volvería pronto al mundo con gran poder y majestad para establecer el reino prometido.

171:0.4 (1867.4) Ese domingo por la tarde Salomé, la madre de Santiago y Juan Zebedeo, se acercó a Jesús con sus dos hijos apóstoles, y dirigiéndose a él como si fuera un potentado oriental, intentó que Jesús le prometiera concederle cualquier petición que ella le hiciera. Pero el Maestro no quiso prometer nada y le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?». Salomé respondió: «Maestro, ahora que vas a Jerusalén a establecer el reino quisiera pedirte que me prometas por adelantado que estos hijos míos serán honrados contigo y que se sentarán uno a tu derecha y el otro a tu izquierda en tu reino».

171:0.5 (1867.5) Jesús respondió a Salomé: «Mujer, no sabes lo que pides», y clavando los ojos en los dos aspirantes a honores les dijo: «Porque os conozco y os amo desde hace mucho e incluso he vivido en la casa de vuestra madre, porque Andrés os ha encargado que estéis conmigo en todo momento, por todo esto permitís que vuestra madre venga a hacerme en secreto esta petición tan inadmisible. Y ahora yo os pregunto: ¿Sois capaces de beber la copa que estoy a punto de beber?». Santiago y Juan contestaron sin pensarlo dos veces: «Sí Maestro, somos capaces». Jesús dijo: «Me entristece que no sepáis por qué vamos a Jerusalén, me apena que no entendáis la naturaleza de mi reino, me decepciona que traigáis a vuestra madre a hacerme esta petición, pero yo sé que me amáis en vuestro corazón y por ello declaro que mi copa de amargura la beberéis y compartiréis mi humillación. Pero el que os sentéis a mi derecha o a mi izquierda no es mío concederlo, sino que será dado a los que han sido designados por mi Padre».

171:0.6 (1868.1) Para entonces Pedro y los demás apóstoles habían tenido noticia de esta conversación y les indignó mucho que Santiago y Juan buscaran ser preferidos antes que ellos y hubieran ido en secreto con su madre a hacer esa petición. Cuando se pusieron a discutir entre ellos Jesús los reunió y les dijo: «Ya veis cómo los gobernantes de los gentiles dominan a sus súbditos y cómo los que son grandes ejercen su autoridad. Pero no ha de ser así en el reino de los cielos. Todo el que quiera ser grande entre vosotros que se convierta primero en vuestro servidor. Quien quiera ser el primero en el reino que sea vuestro siervo. Yo os digo que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir, y ahora voy a Jerusalén a dar mi vida para hacer la voluntad del Padre y servir a mis hermanos». Después de escuchar estas palabras los apóstoles se retiraron a orar a solas. Al final de la tarde y gracias a los esfuerzos de Pedro, Santiago y Juan se disculparon debidamente ante los diez y restablecieron las buenas relaciones con sus hermanos.

171:0.7 (1868.2) Al pedir puestos a la derecha y a la izquierda de Jesús en Jerusalén, poco podían imaginar los hijos de Zebedeo que en menos de un mes su amado maestro estaría colgado de una cruz romana con un ladrón moribundo a un lado y un malhechor al otro. Salomé estuvo presente en la crucifixión y recordaría muy bien la insensata petición que hizo a Jesús en Pella sobre los honores que ambicionaba para sus hijos apóstoles.

1. La salida de Pella

171:1.1 (1868.3) El lunes 13 de marzo por la mañana Jesús y sus doce apóstoles se despidieron definitivamente del campamento de Pella y salieron hacia el sur en su gira por las ciudades del sur de Perea donde estaban trabajando los compañeros de Abner. Pasaron más de dos semanas visitando a los setenta y luego fueron directamente a Jerusalén para la Pascua.

171:1.2 (1868.4) Cuando el Maestro salió de Pella salieron detrás de él los alrededor de mil discípulos que estaban acampados con los apóstoles. Al enterarse de que se dirigía a Hesbón, casi la mitad de estos seguidores cambiaron de ruta después de escuchar su sermón sobre «El cálculo del coste». Se separaron de él en el vado del Jordán camino de Jericó y fueron hacia Jerusalén. Los demás siguieron con él durante dos semanas por las ciudades del sur de Perea.

171:1.3 (1868.5) Casi todos los seguidores directos de Jesús entendieron que el campamento de Pella había sido abandonado, pero en realidad pensaron que esto significaba que su Maestro había decidido por fin ir a Jerusalén a reclamar el trono de David. La inmensa mayoría de sus seguidores nunca fue capaz de captar otro concepto del reino de los cielos. Dijera lo que dijera Jesús, ellos se aferraban a la idea judía del reino.

171:1.4 (1868.6) Siguiendo las instrucciones del apóstol Andrés, David Zebedeo cerró el campamento de visitantes de Pella el miércoles 15 de marzo. En aquel momento residían allí cerca de cuatro mil visitantes sin contar a las más de mil personas que vivían con los apóstoles en el llamado campamento de los maestros y siguieron a Jesús y los doce hacia el sur. Muy a su pesar, David vendió todo el equipamiento a diversos compradores y se dirigió a Jerusalén con el dinero de la venta que entregó después a Judas Iscariote.

171:1.5 (1869.1) David estuvo presente en Jerusalén durante la trágica semana final, y después de la crucifixión se llevó a su madre con él a Betsaida. Mientras esperaba la llegada de Jesús y los apóstoles, David vivió en casa de Lázaro en Betania y vio con enorme preocupación cómo era acosado y perseguido por los fariseos desde su resurrección. Andrés había ordenado a David que suspendiera el servicio de mensajeros, y todos interpretaron esto como una señal de que pronto se establecería el reino en Jerusalén. David se encontró sin trabajo, tan inquieto e indignado por los ataques de los fariseos que estuvo a punto de autonombrarse defensor de Lázaro, pero al poco tiempo el propio Lázaro huyó precipitadamente a Filadelfia. Entonces David ayudó a Marta y María a vender sus propiedades, y tras la muerte de su madre se trasladó a Filadelfia después de la resurrección de Jesús. Allí pasó el resto de su vida asociado a Abner y Lázaro como supervisor financiero de los múltiples asuntos del reino que se desarrollaron en Filadelfia durante la vida de Abner.

171:1.6 (1869.2) Poco después de la destrucción de Jerusalén, Antioquía se convirtió en la sede del cristianismo paulino, mientras Filadelfia seguía siendo el centro del reino de los cielos abneriano. Desde Antioquía la versión paulina de las enseñanzas de Jesús y sobre Jesús se extendió a todo el mundo occidental. Desde Filadelfia los misioneros de la versión abneriana del reino de los cielos se extendieron por Mesopotamia y Arabia; estos inflexibles emisarios transmitieron sin concesiones las enseñanzas de Jesús hasta que fueron arrollados por el súbito ascenso del islam.

2. Sobre el cálculo del coste

171:2.1 (1869.3) Cuando Jesús y sus casi mil seguidores llegaron al vado de Betania en el Jordán, llamado también Betábara, sus discípulos empezaron a darse cuenta de que no iba directamente a Jerusalén. Mientras dudaban y discutían entre ellos, Jesús se subió a una gran roca y pronunció el discurso conocido como «El cálculo del coste». El Maestro dijo:

171:2.2 (1869.4) «De ahora en adelante, todo el que quiera seguirme debe pagar el precio de una dedicación incondicional a hacer la voluntad de mi Padre. Si queréis ser mis discípulos debéis estar dispuestos a abandonar padre, madre, esposa, hijos, hermanos y hermanas. Si alguno de vosotros quiere ser ahora mi discípulo debe estar dispuesto a renunciar incluso a su vida, igual que el Hijo del Hombre está a punto de ofrecer su vida para consumar su misión de hacer la voluntad del Padre en la tierra y en la carne.

171:2.3 (1869.5) «Si no estáis dispuestos a pagar todo el precio no podréis ser mis discípulos. Antes de seguir adelante cada uno de vosotros debería sentarse a calcular el coste de ser mi discípulo. ¿Quién de vosotros se pondría a construir una torre de vigilancia en sus tierras sin sentarse primero a sumar los gastos para ver si tiene suficiente dinero para terminarla? Si no calculáis así el coste, puede que después de haber puesto los cimientos descubráis que no sois capaces de terminar lo que habéis empezado, y todos vuestros vecinos se burlarán de vosotros diciendo: ‘Mirad, este hombre empezó a construir pero no pudo terminar su obra’. ¿O qué rey cuando se prepara para batallar contra otro rey no se sienta primero a asesorarse sobre sus posibilidades de enfrentarse con diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil? Si el rey no tiene medios suficientes para enfrentarse a su enemigo, envía una delegación al otro rey cuando aún está lejos y pide condiciones de paz.

171:2.4 (1870.1) «Y así, cada uno de vosotros debe sentarse a calcular el coste de ser mi discípulo. A partir de ahora ya no podréis seguirnos para escuchar la enseñanza y contemplar las obras. Tendréis que afrontar persecuciones encarnizadas y dar testimonio de este evangelio en medio de aplastantes decepciones. Si no estáis dispuestos a renunciar a todo lo que sois y a dedicar todo lo que tenéis, no sois dignos de ser mis discípulos. Si ya os habéis conquistado a vosotros mismos dentro de vuestro propio corazón, no temáis ganar la batalla externa que pronto os espera cuando el Hijo del Hombre sea rechazado por los jefes de los sacerdotes y los saduceos y entregado al escarnio de los no creyentes.

171:2.5 (1870.2) «Ahora debéis examinaros y descubrir vuestra motivación para ser mis discípulos. Si buscáis honores y gloria, si tenéis inclinaciones mundanas, sois como la sal que ha perdido su sabor. Y cuando lo que se aprecia por su sabor salado ha perdido su sabor, ¿con qué se volverá a salar? Un condimento así es inútil, solo sirve para ser tirado a la basura. Ya os he aconsejado que volváis en paz a vuestras casas si no estáis dispuestos a beber conmigo la copa que se está preparando. Os he dicho una y otra vez que mi reino no es de este mundo, pero no queréis creerme. El que tenga oídos para oír, que oiga lo que digo.»

171:2.6 (1870.3) En cuanto terminó de decir estas palabras, Jesús salió hacia Hesbón seguido por los doce y unas quinientas personas. Poco después la otra mitad de la multitud se dirigió hacia Jerusalén. Tanto los apóstoles como los discípulos destacados reflexionaron mucho sobre el discurso de Jesús, aunque seguían aferrados a la creencia de que, tras un breve periodo de prueba y adversidad, el reino sería sin duda establecido y respondería de algún modo a sus más arraigadas esperanzas.

3. La gira por Perea

171:3.1 (1870.4) Durante más de dos semanas Jesús y los doce viajaron por el sur de Perea seguidos por varios centenares de discípulos y visitaron todas las ciudades donde operaban los setenta. En esa región vivían muchos gentiles, y como eran pocos los que iban a celebrar la Pascua a Jerusalén, los mensajeros del reino pudieron seguir enseñando y predicando sin interrupción.

171:3.2 (1870.5) Jesús se encontró con Abner en Hesbón, y Andrés ordenó que no se interrumpieran las labores de los setenta por la fiesta de la Pascua; Jesús aconsejó a los mensajeros que siguieran con su actividad sin prestar ninguna atención a lo que estaba a punto de suceder en Jerusalén. Aconsejó también a Abner que permitiera al cuerpo de mujeres, al menos a las que lo desearan, ir a Jerusalén para la Pascua. Esta fue la última vez que Abner vio a Jesús en la carne. Se despidió de Abner diciéndole: «Hijo, sé que serás fiel al reino y ruego al Padre que te conceda sabiduría para que puedas amar y comprender a tus hermanos».

171:3.3 (1870.6) A medida que iban pasando de ciudad en ciudad muchos de sus seguidores los fueron abandonando para dirigirse a Jerusalén, de forma que cuando Jesús se encaminó a su vez hacia la Pascua el número de los que seguían con ellos día tras día se había reducido a menos de doscientos.

171:3.4 (1871.1) Los apóstoles sabían que Jesús iba a Jerusalén para la Pascua. Conocían el mensaje que el Sanedrín había difundido por todo Israel condenando a muerte a Jesús con órdenes de informar de su paradero al Sanedrín, y sin embargo no estaban tan alarmados como cuando Jesús les anunció en Filadelfia que iba a Betania a ver a Lázaro. Este cambio de actitud de un miedo intenso a un estado de silenciosa expectativa se debía principalmente a la resurrección de Lázaro. Habían llegado a la conclusión de que Jesús podría hacer valer su poder divino en caso de emergencia y avergonzar a sus enemigos. Esta esperanza, unida a su fe más madura y profunda en la supremacía espiritual de su Maestro, explica el valor externo demostrado en ese momento por sus seguidores directos, que se disponían a ir con él a Jerusalén y arrostrar la decisión pública del Sanedrín de acabar con su vida.

171:3.5 (1871.2) La mayoría de los apóstoles y muchos de sus discípulos más cercanos no creían que Jesús pudiera morir. Como creían que era «la resurrección y la vida» consideraban que era inmortal y que había triunfado ya sobre la muerte.

4. La enseñanza en Livias

171:4.1 (1871.3) El miércoles 29 de marzo al atardecer Jesús y sus seguidores acamparon en Livias de camino a Jerusalén después de haber terminado su gira por las ciudades del sur de Perea. Durante esa noche en Livias Simón Zelotes y Simón Pedro, que se habían confabulado para que les entregaran más de cien espadas en ese lugar, recibieron y distribuyeron estas armas a todos los que quisieron aceptarlas y llevarlas ocultas bajo sus mantos. Simón Pedro seguía llevando su espada la noche en que el Maestro fue traicionado en el jardín.

171:4.2 (1871.4) El jueves por la mañana temprano mientras todos dormían Jesús llamó a Andrés y le dijo: «¡Despierta a tus hermanos tengo algo que decirles!». Jesús sabía lo de las espadas y cuáles de sus apóstoles llevaban estas armas, pero nunca les desveló que conocía esas cosas. Andrés despertó a sus compañeros, y cuando estuvieron reunidos Jesús les dijo: «Hijos, habéis estado conmigo mucho tiempo y os he enseñado muchas cosas necesarias para esta época, pero ahora quiero advertiros que no pongáis vuestra confianza en las incertidumbres de la carne ni en las flaquezas de la defensa humana contra las pruebas que nos esperan. Os he reunido solo a vosotros para poder deciros claramente una vez más que vamos a Jerusalén donde sabéis que el Hijo del Hombre ya ha sido condenado a muerte. Os repito que el Hijo del Hombre será entregado a los gobernantes religiosos y a los jefes de los sacerdotes que lo condenarán y luego lo pondrán en manos de los gentiles. Y entonces se burlarán del Hijo del Hombre, incluso le escupirán y lo azotarán, y lo entregarán a la muerte. Y cuando maten al Hijo del Hombre no desfallezcáis, pues declaro que al tercer día se levantará. Cuidad de vosotros y recordad que os he prevenido».

171:4.3 (1871.5) Los apóstoles se quedaron atónitos una vez más, pero no fueron capaces de interpretar literalmente sus palabras, no pudieron entender que el Maestro quería decir exactamente lo que había dicho. Estaban tan cegados por su arraigada creencia en un reino temporal en la tierra con sede en Jerusalén que simplemente no podían —no querían— permitirse aceptar literalmente las palabras de Jesús. Pasaron todo el día pensando qué habría querido decir el Maestro con esas extrañas declaraciones, pero ninguno se atrevió a preguntarle nada sobre ellas. Hasta después de la muerte del Maestro, los desorientados apóstoles no se dieron cuenta de que les había anticipado simple y llanamente su crucifixión.

171:4.4 (1872.1) Poco después del desayuno llegaron a Livias unos fariseos amigos para decir a Jesús: «Huye rápido de aquí. Herodes ahora quiere matarte igual que mató a Juan porque teme un levantamiento del pueblo y ha decidido acabar contigo. Hemos venido a avisarte para que puedas escapar».

171:4.5 (1872.2) Esto era cierto en parte. La resurrección de Lázaro había alarmado mucho a Herodes, y sabiendo que el Sanedrín se había atrevido a condenar a Jesús incluso antes de juzgarlo, Herodes había decidido matar a Jesús o echarlo de sus dominios. Lo que realmente deseaba era expulsarlo porque le tenía tanto miedo que esperaba no verse obligado a ejecutarlo.

171:4.6 (1872.3) Jesús respondió así al aviso de los fariseos: «Conozco bien a Herodes y sé el miedo que tiene a este evangelio del reino. Pero no os engañéis, él preferiría sobre todo que el Hijo del Hombre fuera a Jerusalén a sufrir y morir a manos de los jefes de los sacerdotes. Como se ha manchado las manos con la sangre de Juan, no quiere ser también responsable de la muerte del Hijo del Hombre. Id a decirle a ese zorro que el Hijo del Hombre predica hoy en Perea, mañana irá a Judea y dentro de unos días habrá cumplido su misión en la tierra y estará preparado para ascender al Padre».

171:4.7 (1872.4) Después se volvió hacia sus apóstoles y les dijo: «Los profetas han perecido en Jerusalén desde antiguo, y es perfectamente adecuado que el Hijo del Hombre vaya a la ciudad de la casa del Padre para ser ofrecido como precio de la intolerancia humana y como consecuencia de los prejuicios religiosos y de la ceguera espiritual. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los maestros de la verdad! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos como la gallina junta a sus polluelos bajo sus alas, pero no me dejaste!; ¡he aquí que están a punto de dejarte la casa desolada! Desearás muchas veces verme pero no podrás. Entonces me buscarás pero no me encontrarás». Y luego añadió volviéndose hacia los presentes: «A pesar de todo, vayamos a Jerusalén para asistir a la Pascua y hacer lo que nos corresponda para cumplir la voluntad del Padre del cielo».

171:4.8 (1872.5) Jesús salió hacia Jericó seguido por un grupo de creyentes confundidos y desorientados. Lo único que los apóstoles habían captado de las declaraciones de Jesús sobre el reino era la certeza del triunfo final. Eran sencillamente incapaces de resignarse a aceptar las advertencias del duro golpe que se avecinaba. Cuando Jesús habló de «levantarse al tercer día» se empeñaron en interpretar esta afirmación como un triunfo seguro del reino tras una desagradable escaramuza previa con los líderes religiosos de los judíos. El «tercer día» era una expresión corriente entre los judíos que significaba «pronto» o «poco después». Cuando Jesús habló de «levantarse», pensaron que quería decir que «el reino se levantaría».

171:4.9 (1872.6) Estos creyentes habían aceptado a Jesús como el Mesías, y los judíos sabían poco o nada de un Mesías sufriente. No comprendían que Jesús iba a conseguir con su muerte muchas cosas que nunca podría haber logrado con su vida. La resurrección de Lázaro había armado de valor a los apóstoles para entrar en Jerusalén, pero fue el recuerdo de la transfiguración lo que sostuvo al Maestro en esta dura fase de su otorgamiento.

5. El ciego de Jericó

171:5.1 (1873.1) El jueves 30 de marzo a última hora de la tarde Jesús y sus apóstoles llegaron a los muros de Jericó acompañados por unos doscientos seguidores. Al acercarse a la puerta de la ciudad se encontraron con una multitud de mendigos, entre ellos un tal Bartimeo, un hombre de edad avanzada que estaba ciego desde su juventud. Este mendigo ciego había oído hablar mucho de Jesús y lo sabía todo sobre la curación del ciego Josías en Jerusalén. La última vez que Jesús estuvo en Jericó, Bartimeo se enteró tarde, cuando Jesús ya se había ido a Betania, y entonces decidió que no dejaría escapar ninguna otra oportunidad de que Jesús volviera a Jericó para pedirle que le devolviera la vista.

171:5.2 (1873.2) La noticia de la llegada de Jesús se había difundido por todo Jericó, y cientos de habitantes habían salido en tropel a su encuentro. Cuando este gran gentío volvió escoltando al Maestro por la ciudad, Bartimeo supo por el ruido de las pisadas que eso no era normal y preguntó qué ocurría. Uno de los mendigos le dijo: «Está pasando Jesús de Nazaret». Cuando Bartimeo oyó que Jesús estaba cerca, alzó la voz y empezó a gritar: «¡Jesús, Jesús, ten misericordia de mí!». Y como no paraba de gritar, algunos de los que estaban cerca de Jesús fueron a llamarle la atención y a pedirle que se callara, pero fue inútil porque siguió gritando cada vez más fuerte.

171:5.3 (1873.3) Jesús se paró al oír los gritos del ciego, y cuando lo vio dijo a sus amigos: «Traedme a ese hombre». Ellos se acercaron a Bartimeo y le dijeron: «Alégrate y ven con nosotros porque el Maestro te llama». Al oír esto Bartimeo arrojó su manto y saltó hacia el centro de la calzada mientras los que estaban cerca lo guiaban hacia Jesús. Cuando estuvo ante él, Jesús le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?». Y el ciego contestó: «Quisiera recobrar la vista». Cuando oyó su petición y vio su fe, Jesús le dijo: «Recibirás la vista; sigue tu camino, tu fe te ha curado». Bartimeo recibió la vista en el acto, y se quedó cerca de Jesús glorificando a Dios hasta que el Maestro salió al día siguiente hacia Jerusalén. Entonces se puso en cabeza de la multitud de seguidores y fue proclamando a todo el mundo que había recuperado la vista en Jericó.

6. La visita a Zaqueo

171:6.1 (1873.4) Cuando la procesión del Maestro entraba en Jericó estaba a punto de ponerse el sol y Jesús decidió parar a hacer noche. Al pasar Jesús por delante de la aduana dio la casualidad de que estaba ahí el jefe publicano o recaudador de impuestos, un hombre muy rico llamado Zaqueo que estaba deseando ver a Jesús. Este jefe publicano había oído hablar mucho del profeta de Galilea y se había propuesto averiguar qué clase de hombre era la próxima vez que Jesús fuera a Jericó. Zaqueo intentó abrirse paso entre el apretado gentío, pero era bajo de estatura y no alcanzaba a ver por encima de las cabezas, así que siguió a la muchedumbre hasta que llegaron al centro de la ciudad, no lejos de la casa donde él vivía. Como vio que no conseguiría atravesar la multitud, y temiendo que Jesús pasara de largo por la ciudad, se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro cuyas ramas sobresalían por encima de la calzada. Sabía que así podría ver muy bien al Maestro cuando pasara, y no se vio defraudado. Al llegar al árbol Jesús se paró, miró hacia arriba y dijo: «Zaqueo, baja rápido porque esta noche me alojaré en tu casa». Zaqueo se llevó tal sorpresa que estuvo a punto de caerse del árbol en su prisa por bajar, y acercándose al Maestro le expresó su inmensa alegría porque quisiera parar en su casa.

171:6.2 (1874.1) Fueron directamente a casa de Zaqueo, y a los habitantes de Jericó les sorprendió mucho que Jesús consintiera en alojarse con el jefe publicano. Mientras el Maestro y sus apóstoles charlaban un rato con Zaqueo ante la puerta de su casa, uno de los fariseos de Jericó que estaba cerca comentó: «Ya veis cómo este hombre ha ido a hospedarse con un pecador, un hijo apóstata de Abraham que roba y extorsiona a su propio pueblo». Jesús al oírlo miró a Zaqueo y sonrió. Entonces Zaqueo se subió a un taburete y dijo: «¡Oíd, gentes de Jericó! Puede que yo sea publicano y pecador pero el gran maestro ha venido a alojarse en mi casa. Antes de que entre os digo que voy a dar la mitad de todos mis bienes a los pobres, y a partir de mañana, si he extorsionado a alguien se lo devolveré cuadruplicado. Voy a buscar la salvación con todo mi corazón y a aprender a actuar con rectitud a los ojos de Dios».

171:6.3 (1874.2) Cuando Zaqueo terminó de hablar Jesús le dijo: «Hoy ha venido la salvación a esta casa y tú te has convertido en verdad en un hijo de Abraham». Luego se volvió hacia la multitud reunida alrededor de ellos y dijo: «No os asombréis por lo que digo ni os ofendáis por lo que hacemos, pues he declarado desde el principio que el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que está perdido».

171:6.4 (1874.3) Pasaron la noche en casa de Zaqueo. A la mañana siguiente salieron hacia Betania por la «calzada de los ladrones» camino de la Pascua en Jerusalén.

7. «Al paso de Jesús»

171:7.1 (1874.4) Jesús iba sembrando alegría a su paso. Estaba lleno de gracia y de verdad. Sus compañeros nunca dejaron de sentirse maravillados por la benevolencia de sus palabras. La amabilidad se puede cultivar, pero la benevolencia, que es el aroma de la amistad, emana de un alma saturada de amor.

171:7.2 (1874.5) La bondad impone siempre respeto, pero cuando está desprovista de gracia no suele inspirar afecto. La bondad solo es universalmente atractiva cuando es benévola. La bondad solo es eficaz cuando es atractiva.

171:7.3 (1874.6) Jesús comprendía realmente a los hombres; por eso podía manifestar auténtica simpatía y mostrar compasión sincera, aunque pocas veces cedía a la lástima. Su compasión era ilimitada, en cambio su simpatía era práctica, personal y constructiva. Su familiaridad con el sufrimiento nunca se convirtió en indiferencia, y sabía ayudar a las almas afligidas sin fomentar en ellas la autocompasión.

171:7.4 (1874.7) Jesús podía ayudar tanto a los hombres porque los amaba sinceramente. Amaba de verdad a cada hombre, a cada mujer y a cada niño. Podía ser un amigo tan auténtico debido a su singular visión interior; sabía enteramente lo que había en el corazón y en la mente del hombre. Era un observador agudo y lleno de interés. Era experto en comprender las necesidades humanas, hábil en detectar los anhelos humanos.

171:7.5 (1874.8) Jesús nunca tenía prisa. Tenía tiempo para consolar a sus semejantes «a su paso». Se las arreglaba siempre para que sus amigos se sintieran a gusto. Era un oyente encantador. Nunca se entrometió indiscretamente en las almas de sus compañeros. Cuando consolaba a las mentes hambrientas y atendía a las sedientas, los que recibían su misericordia no tenían la sensación de confesarse con él sino más bien de conversar con él. Su confianza en él era ilimitada porque veían la gran fe que él tenía en ellos.

171:7.6 (1875.1) Nunca parecía tener curiosidad por la gente y nunca manifestaba deseos de dirigir, manipular o investigar a los demás. Inspiraba una profunda confianza en sí mismos y una sólida valentía a cuantos disfrutaban de su compañía. Cuando sonreía a un hombre, ese mortal sentía crecer su capacidad de resolver sus múltiples problemas.

171:7.7 (1875.2) Jesús amaba tanto y tan sabiamente a los hombres que no dudaba nunca en ser severo con ellos cuando la ocasión lo exigía. Cuando iba a ayudar a una persona empezaba muchas veces por pedirle ayuda; de este modo suscitaba su interés y apelaba a lo mejor de la naturaleza humana.

171:7.8 (1875.3) El Maestro pudo percibir la fe salvadora en la burda superstición de la mujer que buscaba la curación tocándole el dobladillo del manto. Estaba siempre dispuesto a interrumpir un sermón o hacer esperar a una multitud mientras atendía a las necesidades de una sola persona o incluso de un niño pequeño. Ocurrieron grandes cosas no solo porque la gente tenía fe en Jesús sino también por la gran fe que Jesús tenía en ellos.

171:7.9 (1875.4) La mayoría de las cosas realmente importantes que dijo o hizo Jesús parecieron ocurrir «a su paso» por casualidad. Había muy poco de profesional, planificado o premeditado en el ministerio terrenal del Maestro. Dispensó salud y repartió felicidad con gracia y naturalidad mientras viajaba por la vida. Fue literalmente cierto que «anduvo haciendo el bien».

171:7.10 (1875.5) Y corresponde a los seguidores del Maestro de todos los tiempos aprender a servir «a su paso», a hacer el bien desinteresadamente mientras atienden a sus obligaciones diarias.

8. La parábola de las minas

171:8.1 (1875.6) Hasta cerca del mediodía no salieron de Jericó, pues la noche anterior se habían quedado levantados hasta tarde mientras Jesús enseñaba el evangelio del reino a Zaqueo y a su familia. El grupo paró a almorzar más o menos a medio camino de la subida a Betania, mientras la multitud seguía hacia Jerusalén sin saber que Jesús y los apóstoles iban a pasar aquella noche en el monte de los Olivos.

171:8.2 (1875.7) A diferencia de la parábola de los talentos que estaba dirigida a todos los discípulos, Jesús reservó la parábola de las minas más exclusivamente para los apóstoles. Hacía referencia a la historia de Arquelao y su frustrado intento de adjudicarse el gobierno del reino de Judea, y es una de las pocas parábolas del Maestro basada en un personaje histórico real. Era muy natural que tuvieran presente a Arquelao, ya que la casa de Zaqueo en Jericó estaba muy cerca del suntuoso palacio de Arquelao, y su acueducto corría paralelo a la calzada por la que habían salido de la ciudad.

171:8.3 (1875.8) Jesús les dijo: «Creéis que el Hijo del Hombre va a Jerusalén a recibir un reino, pero yo os digo que os espera una decepción. ¿No recordáis la historia del príncipe que fue a un país lejano a recibir un reino pero había sido rechazado por sus habitantes? Antes de que pudiera volver, los ciudadanos que estaban bajo su competencia enviaron una delegación tras él para decir: ‘No queremos que este reine sobre nosotros’. De la misma manera que fue rechazado el gobierno temporal de ese rey, va a ser rechazado el gobierno espiritual del Hijo del Hombre. Vuelvo a declarar que mi reino no es de este mundo, pero si al Hijo del Hombre se le hubiera conferido el gobierno espiritual de su pueblo, habría aceptado ese reino de almas humanas y habría reinado sobre ese dominio de corazones humanos. A pesar de que rechazan mi gobierno espiritual, volveré para recibir de otros ese reino del espíritu que ahora me niegan. Ahora vais a ver rechazado al Hijo del Hombre, pero lo que los hijos de Abraham rechazan ahora será recibido y exaltado en otra edad.

171:8.4 (1876.1) «Y ahora, como el príncipe rechazado de esta parábola, convocaré a mis doce servidores, a mis administradores especiales, para entregaros a cada uno la suma de una mina. Os recomiendo que atendáis a mis instrucciones de negociar bien con el capital que se os ha confiado durante mi ausencia para que tengáis con qué justificar vuestra gestión cuando yo vuelva y os pida cuentas.

171:8.5 (1876.2) «Y aunque este Hijo rechazado no volviera, será enviado otro Hijo a recibir ese reino, y ese Hijo os mandará a buscar a todos para recibir vuestro informe de gestión y alegrarse por vuestras ganancias.

171:8.6 (1876.3) «Cuando llegó el momento de rendir cuentas el príncipe convocó a los administradores. El primero se presentó ante él y le dijo: ‘Señor, con tu mina he ganado diez minas más’. Y su señor le respondió: ‘Bien hecho, eres un buen siervo; como te has mostrado fiel en este asunto te daré potestad sobre diez ciudades’. Luego vino el segundo diciendo: ‘Señor, la mina que me dejaste ha ganado cinco’. Y el señor dijo: ‘Tú regirás sobre cinco ciudades’. Y así sucesivamente con todos los demás hasta que el último servidor llegó diciendo: ‘Señor, aquí tienes tu mina que he conservado envuelta en este paño. La he guardado por miedo a ti, que eres hombre exigente y quieres recoger lo que no has puesto y cosechar donde no has sembrado’. Entonces dijo su señor: ‘Siervo inútil y desleal, por tus propias palabras te voy a juzgar. Si sabías que cosecho donde parece que no he sembrado sabías que te pediría cuentas, así que podrías al menos haber entregado mi dinero al banquero para recuperarlo con los debidos intereses a mi vuelta’.

171:8.7 (1876.4) «Entonces el regidor dijo a los que estaban con él: ‘Quitad el dinero a este siervo holgazán y dádselo al que tiene diez minas’. Y cuando le recordaron que este ya tenía diez, contestó: ‘Al que tiene se le dará, pero al que no tiene, incluso lo que tiene se le quitará’.»

171:8.8 (1876.5) Cuando Jesús terminó de hablar, los apóstoles le hicieron muchas preguntas sobre la diferencia entre el significado de esta parábola y el de la parábola anterior de los talentos, pero el Maestro se limitó a decirles: «Meditad bien estas palabras en vuestro corazón y que cada uno descubra su verdadero significado».

171:8.9 (1876.6) Natanael, que tan bien enseñó el significado de estas dos parábolas en los años siguientes, resumió sus enseñanzas en estas conclusiones:

171:8.10 (1876.7) 1. La capacidad es la medida práctica de las oportunidades de la vida. Nunca se os exigirán responsabilidades por algo que sobrepase vuestra capacidad.

171:8.11 (1876.8) 2. La fidelidad es la medida infalible de la fiabilidad humana. El que es fiel en las cosas pequeñas se mostrará probablemente fiel en todo lo que sea compatible con sus dotes.

171:8.12 (1876.9) 3. El Maestro otorga una recompensa menor por una fidelidad menor cuando la oportunidad es igual.

171:8.13 (1877.1) 4. Otorga una recompensa igual por una fidelidad igual cuando la oportunidad es menor.

171:8.14 (1877.2) Cuando terminaron de comer y la multitud de seguidores ya había seguido por delante hacia Jerusalén, Jesús se puso en pie ante los apóstoles a la sombra de una roca que sobresalía por encima del camino. Con gesto alegre y majestuoso a la vez, apuntó con el dedo hacia el oeste diciendo: «Vamos hermanos, entremos en Jerusalén para recibir lo que nos espera. Así cumpliremos la voluntad del Padre celestial en todas las cosas».

171:8.15 (1877.3) Y así, Jesús y sus apóstoles reanudaron este viaje, el último del Maestro a Jerusalén bajo la semejanza de la carne del hombre mortal.

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